lunes, 24 de noviembre de 2008

Voy a detenerme y llenaré todos los rincones de la ciudad en que he guardado poesia y cantos. Seré parte de todo, como tú lo eres.
Al mediodía invade ese calor seco y las formas parecen adoptar una actitud de lejanía. Aquí el sol está hermoso y yo con la cabeza en otro tipo de dolencias.
¡No! Ningún sol es igual que otro. Esta mañana fue como el calor acogedor del encuentro con uno mismo. Para estar en casa he tenido que volver mil veces, para habitar hasta los últimos lugares de la mente misma, para sentir el frío de lo inhóspito y ajeno y querer volver a las entrañas de los colores, hacia la pared interior de la mirada, el puente entre lo que reluce y lo que comienza a relucir. Romper el velo que imponen los secretos de la memoria, del recuerdo, del calor de los huesos, de los nervios rotos y de la sangre tibia que ramifica una y otra vez entre la carne, encendiendo la piel gris de una hora en el pensamiento y la incertidumbre.
Quiero ser el brote, la flor y las hojas de lo que ha estado convirtiéndose en un desierto árido. Quiero nacer sobre tus huellas y las mías. Quiero divagar entre todos los tiempos verbales y que todos se detengan en el segundo en que el mundo parece más palpable que siempre.
No cambiaré nada de lugar y esparciré partículas del lenguaje común, del deseo intrínseco más inconexo con la luz del día. Una llamada hacia la verdad inexistente, un ovillo de nervios que viven ahora ondulándose con el sentir silencioso expuesto hacia la idea de una hora final, de un tiempo final y que vuelve al principio cada vez que quiero repetirlo todo, de un amanecer que ya se torna amarillo, amarillo como el final de cada curva en la vida, como el primer color del día y el último antes de la noche.
Voy a detenerme en medio de esta vorágine de locura sagrada, luces de cohetes que se encienden con las estrellas y atardeceres claroscuros que se pierden intermitentemente por siempre.

No hay comentarios: