miércoles, 14 de enero de 2009


Leoncio Santos tenía una pena tan honda y antigua que incluso le era imposible recordarla con exactitud. Soñaba despierto y luego se daba cuenta de que no quería engañarse, la trampa para rellenar los recuerdos no era válida. Las lágrimas de su corazón instalado en el andén de la abandonada salitrera, en la sempiterna espera del tren fantasma, se secaron y sus ojos nunca más volvieron a humedecerse de nuevo, como una greda disecada por la aridez de la pampa, incapaces de gemir cuando su Uberlinda Linares, con su sensualidad envolvente y explosiva y su corazón como un pájaro exótico que jamás puede ser atrapado, volvía a desvanescerse ante sus ojos.

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