Los ángeles no bailan en mi ventana.
De otro modo, las ventanas carecen de imágenes. Espero que los ángeles me traigan lo que pedí luego de los adioses.
Además de estrellas, fuertes, soberbias, una estrella amarilla. Al otro lado del mundo puedes abrir tu ventana y verla, yo ya converso con los adultos y me rio en cámara lenta de chistes que no entiendo.
Repito, junto, suelto, doblo tu nombre, lo guardo entre los dientes y se dispara con cada suspiro y cae por la paredes como un perfume que me aturde, luego ya no sé para a dónde voy.
Espero por los ángeles, sabrán que algún día he buscado más de lo que se es permitido y he separado los dedos, uno a uno, de mi palma para que se me caigan los besos de las mejillas, rastros latentes de tu boca y hasta de la brisa, sí, esa misma que ahora te despeina un poco.
Mira a tu izquierda, aún existen cometas amarillos.
Parece que de tanto inventarme paisajes ya no tengo hogar y mi hogar es donde se sitúan mis pies durante el crepúsculo, cuando baja más la temperatura y mi corazón se afiebra de ternura.
Podría perderme horas en ningún sitio.
Haciendo aviones de papel que fracasan en su empresa al metro y medio, pregúntandome por cosas que olvidaré en tres segundos después. Hasta mi sangre parece desaparecer y la línea del tiempo completo se separa porque debo cerrar los ojos para nadar en nubes misteriosas cada cierto tiempo.
Y mi cabeza parece que evoca golpes en la puerta, como el principio de un rayo que enceguece, que he esperado más veces de las que debía.
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